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Soledad en Quito

El sol volvía a nacer para morir al caer la noche. Las calles de la mítica ciudad capitalina se agrumaban con tantas festividades paganas, vestidas con latosos colores azules y rojos colgados de cada a casa. Las banderas suponen la identidad quiteña, los lugares sagrados para nuestros indígenas, se convirtieron en centros de adoración religiosa.



 

Las multitudes llegan en montones a las festividades. La gente acude desde varias ciudades, es la perfecta temporada para reencontrarse con amigos de antaño. Aunque el clima sea a veces inhóspito, la gente corre por las calles para no mojarse. Los gritos de las personas y los pitidos de los autos son parte importante de las fiestas, sin alcohol no se divertirán pero  la algarabía  juega con las mentes de los asistentes, los desfiles atontan las mentes y las bandas de pueblo prostituyen su música.



 

El Centro Histórico se vuelve a vestir con mentiras, las iglesias albergan a los creyentes mientras que las calles a los indigentes. Desde los inicios de formación de  la capital se denotaba la presencia y diferencia de clases sociales. Actualmente te discriminan si eres distinto en cualquier aspecto.



 

Desde su viejo balcón, Soledad, no se hace esperar a la hora de echar crítica a las festividades quiteñas. Su voz se esfuerza cuando quiere exaltar sus palabras, sus manos arrugadas señalan las rutas ya caminadas, los caminos ya caminados, los recuerdos ya borrados. Su euforia ante tales fechas es el fruto de su soledad en diciembre, su edad le impide caminar por si misma, y esto enfurece a su mente.



 

Sus nietos prefieren no visitarla. Sus hijos optan por festejar a la capital, desde su balcón observa furiosa al trajín de personas moviéndose por la gran ciudad. Su vocabulario se forma con palabras agradables ante mis oídos, pero ella supone hacer algo indebido con ese tipo de expresión. Menciona a presidentes ya muertos, a lugares ya olvidados, a personas desaparecidas y momentos más halla de recuerdos.

 

Sus ojos pequeños, rojos y entrecerrados, se abren y cierran tras cada palabra.


De nada sirven tantas pendejadas, resalta Soledad con enfado ante mi presencia de cronista, pero estoy encargado de escucharla y respetarla, además de cuidarla en estos momentos.  Aunque su voz y actitud sean hostiles ante mi presencia, le pido que se relaje, y le pregunto si nunca festejo a Quito en sus fiestas, a lo que ella me responde con una gran carcajada y me dice: Yo soy más quiteña que todos estos guambras de mierda y sin necesidad de trago o de fiestas.



 

Después de esa amena conversa, Soledad, me pidió llevarla al otro balcón, al que conecta visualmente directo a la Plaza Grande. La ubique frente a la calle.  Me apretó del antebrazo y me recordó no tratarla de usted, sino de llamarla por su nombre, al mismo tiempo que dijo con alegoría: No me hagas sentir más vieja. Se sonrió luego un aire jubiloso  nos envolvió y ambos reímos, yo no atinaba a saber porque me reía, solo degustaba de su presencia y su carismática forma de reír.

Realizado por Agustín Lara

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