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DISCOTECAS LLENAS Y CALLES VACIAS

 

Por: Santiago Jácome


Acompañado por el frio que cobija la capital camina por la Foch Eduardo, un joven de 32 años de contextura gruesa y con 1.65 metros de alto, viste un jean azul un tanto apretado al igual que su camiseta negra, una gorra del mismo color le ayuda a ocultar la luminosidad miel de sus ojos.
A paso flemático cruza la Juan León Mera, calle ubicada en plena Zona rosa de Quito. El celaje de la noche lo invita a refugiarse, por lo que va en busca del “Buddha”, un extravagante sitio en el que los más ínfimos deseos se dan cita mientras el mutismo desaparece.
Escarlata puerta da la bienvenida mientras un corpulento hombre revisa sus papeles, para después, con el caminar de los segundos rastrear sutilmente con sus manos el cuerpo de Eduardo, con esto busca encontrar elemento alguno que atente con la seguridad de los intrépidos invitados.
Todo aquel protocolo para Eduardo es normal, hace ocho años eso le parecería extraño, pero ahora no, ahora con algo de experiencia espera paciente a que el guardián haga su trabajo.
Soberbio camina hacia una segunda puerta, que al abrirla lo traslada a su ambiente, a reconocerse entre quienes comparten un estilo de vida que rompe con la lógica heterosexual.
Cortinas carmesí adornan el techo que sujeta unos cuantos candelabros que alumbran bermellones y cárdenas paredes, que a su vez soportan seis ventiladores que buscan atemperar flamas vivientes que reposan inquietas en cuerpos que resollan. Así es el ambiente en el Buddha, uno de tantos bares gay que existe en la capital.
Eduardo ha ingresado a su espacio, a un lugar en el que no siente vergüenza de mostrarse tal cual es. Mientras espera a sus amigos cuenta que lleva dos años yendo al bar, fue y es uno de los más fieles clientes que asiste a este bar por lo general los sábados.
“Vengo a este bar porque me parece más agradable, hay más gente y por supuesto porque abren desde temprano, los otros bares abren a partir de las 10 u 11 de la noche, aquí puedes encontrar con quien conversar, distracción, algo de diversión y sexo, este lugar es una caja de pandora, un coctel de emociones”
Eduardo con la mirada fija en un colosal espejo recuerda la vez que les conto a sus padres sobre su orientación sexual, me quite cinco cruces de encima dice mientras se frota las manos, y le asigna a cada dedo el nombre de sus hermanos y padres.
“Para mi padre, que era militar, la noticia le impactó, pero con el tiempo me aceptó, al principio me escuchaba, callaba pero no decía nada o mucho menos entendía. Ahora puedo contarle mis amoríos, mi vida en el ambiente, todo con más libertad…”
En el ambiente puedes conocer la bola de amigos, pero no es cantidad sino calidad, cita enfatizando aquellas palabras, ya que hace poco Josué, uno de sus amigos, le hizo una mala pasada de la que prefiere mejor no hablar porque asegura ya la ha olvidado pero no perdonado.
Al final de la noche Eduardo simplemente espera relajarse, sentirse bien, conocer a alguien no es trascendental para él ya que como dice “si es que se da bien, sino también”
En un paneo del lugar la mirada de Eduardo reconoce a uno de sus tantos amigos de ambiente, el es Sebastián, un joven delgado, de piel blanca con 1,60 de estatura y un aire juvenil que se refleja en su corta edad, tiene 19 años y hace poco descubrió el ambiente.
Para Sebastián las cosas han mejorado, ya que antes no era permisible el asistir a estos lugares, existía control policial, era penado ser gay; pero todo cambió el 24 de junio de 1998, con el plan de derechos humanos de la constitución del Ecuador, la cual consideró   la diversidad sexual como una política del Estado. 
Al ritmo de Lady Gaga, un repentino frenesí emana del los que en ese momento habitan el Buddha, Sebastián conteniendo sus ganas de bailar menciona a manera de reflexión que el ambiente  involucra más cosas, no es solo un mundo de amanerados, como se cree, hay todo un mundo detrás de esas mascaras que la mayoría muestra.
Al ambiente no hay que tolerarlo sino aceptarlo, ser diferentes en algo no hace a las personas extrañas, hay que detenerse y mirar los detalles que la rapidez no nos permite captar, al ambiente solo lo entienden los que están dentro del ambiente, en ese pequeño espacio en el que se desarrollan historias que van más allá de lo que uno imagina, y que es capaz de comprender por los prejuicios morales que acarreamos por herencia.social.

PERMITA CERRAR LAS PUERTAS POR FAVOR

Por. Wladimir Tocaín Pineída

 

El problema del tráfico les quita el sueño a muchos quiteños. El no saber cómo llegar pronto a sus lugares de trabajo ha sacado una que otra  cana verde a los miembros de esta ciudad. Al parecer está es cada vez más una ciudad invivible, donde el tráfico ha puesto a trabajar las mentes de urbanistas e ingenieros sin tener mayores resultados, ya que, las propuestas son muchas pero las verdaderas soluciones son muy pocas.
Es para esto, por ejemplo, que se creó El Corredor Central Norte. Desde hace seis años 74 buses articulados circulan desde La Ofelia hasta la Marín en un recorrido que es usado por cerca de 200.000 personas diariamente.

 


El servicio no es el mejor, esto a pesar de la rapidez con la que transitan, sin embargo, en una ciudad donde hay que escoger entre lo menos peor (al  menos en lo que a transporte se refiere)  este es el transporte más indicado.

Son cerca de las 06:45 en la Estación La Ofelia. El frío de la capital se hace sentir en su mayor expresión pero al parecer lo que más preocupa a los usuarios es el intentar llegar lo más pronto a sus destinos.
Columnas de hasta 20 metros se han formado. La verdad, más que columnas parecerían ser ríos de gente yendo a alguna procesión. Me recuerda a la caminata de El Quinche por la cantidad de gente que se observa y la mucha que sigue llegando minuto a minuto.

 

De repente, el alboroto se arma. El bus articulado se ha estacionado y ha abierto las puertas. Las columnas se rompen abruptamente y cual rebaño sin guía las personas empiezan a entrar como pueden en el bus articulado.

En seis segundos está lleno hasta reventar y se escucha, por primera vez, esa vos ronca y casi incomprensible que dice “Permita cerrar las puertas por favor”. Estos buses deben tener muchos caballos de fuerza porque en su permiso municipal dice que está indicado para llevar a cerca de 148 personas, pero aquí deben estar de seguro muchas más.

 

Lentamente el bus empieza su recorrido. La cara de sueño de muchos se mezcla con el titiritar de otros, y mientras los que están sentados se aferran rápidamente a sus cosas antes de quedarse dormidos los que están parados tratan de agarrarse como sea y de donde sea para no caerse.

No sé porque sostenerse, estamos tan apretados que sin querer todos somos el sostén del otro. Mujeres embarazadas o con niños en brazos sin nadie que les ceda su asiento, ancianos que luchan por sostenerse, jóvenes que parecen estar muy cansados para cederle el asiento a alguna persona con capacidades diferentes, en fin, estas son imágenes muy constantes en este medio de transporte.

 

Y esta no iba a ser la excepción, ya que, y aunque parecería ser gracioso, una mujer embarazada subió al ya repleto metro bus en la parada de La Concepción y como si se tratase de un somnífero todas las personas que estaban sentadas empezaron de repente a quedarse dormidas conforme ella se les acercaba.

Tal vez el cerrar los ojos les libraba de la realidad a la vez que se las ocultaba. Era cómico pero a la vez penoso, sobre todo porque la incomodidad se le notaba en el rostro al igual que su indignación. La bulla es otra cosa común de este medio de transporte. Desde su despegue hasta su llegada a la parada del Playón de la Marín estos buses están llenos de ruidos de todos los tipos y sabores. Sí sabores. Porque varios son los vendedores de caramelos y dulces que abordan a este bus en cada una de sus paradas.

PORTÓN NEGRO

 

Por: Jennifer Carrera

 

Mientras fumaba el décimo cigarrillo de la tarde, Anita recuerda con nostalgia y un poco de vergüenza el “maldito día”  en que creyó que nadie notaria el pequeño déficit  en los ingresos, especialmente si estos provenían de una empresa tan grande. Creyó que no lo notarían como aquel problema de tamaño, que en realidad solo representaba un problema para ella, ya que únicamente  Anita y su familia sabían que tan corta estatura se debía a un negligente taxista que la había atropellado a la edad de 13 años, impidiéndole así su crecimiento normal.
Conocí a  Anita en una tarde helada, una de esas tardes en las que uno prefiere invernar para no sentir ese frio insoportable. El portón negro y desgastado divide lo correcto de lo incorrecto, adentro lo malo y afuera lo bueno.
Filas largas conformadas por mujeres, hombres, niños, bebes y amantes. Todos esperaban con ansias la oportunidad de ver, hablar, o besar a  una de la “malas”. Una mujer gorda y de mirada intimidante recibe los documentos, documento que te da acceso al siguiente paso protocolario: la colocación de un par de sellos, que te marcan como “buena”.
Después de pasar un año alterando cifras, “para sacar dinero extra” como manifiesta Anita, la estafa se descubrió y ella pasó a formar parte de las 300 mujeres que se encuentran encarceladas en el reclusorio femenino, ubicado en el barrio del Inca al norte de Quito. Mujeres que fueron encerradas por distintos ilícitos: testaferro, estafas, asesinatos, infanticidios pero sobre todo por tráfico de drogas.Si, las drogas siguen siendo la causa de la detención de miles de mujeres y hombres tanto nacionales como extranjeros en nuestro país.
Ingresar al patio principal del lugar es la parte más difícil. El no saber si aparentar ser fuerte o amable, es un dilema que pasa por mi cabeza. No sabía si la mejor opción era tratar de crear una idea de igualdad al ser ruda, o si tal vez una sonrisa sería mi boleto para la empatía y me permitiría pasar desapercibida. Una mujer, que en realidad hubiera preferido ser llamado hombre, me habla al oído:
-          “A ver mamita, a quién le llamo…”
-          Qué debía decir, me preguntaba…  Claro tanto nervio me entorpeció. Solo una respuesta era valida
-          A Anita (____), le respondí
-          Ya mi amor
Mientras ella él buscaba  a Anita, mis pupilas recorrían cada parte de su cuerpo. Observaban esa cabeza rapada que dejaba al descubierto un par de marcas, ese tatuaje extraño que adornaba su cuello, esos aretes  que representaban la feminidad que el intentaba desaparecer. Todo lo vi, nada se me escapo, hasta el momento en que mi atención se desvió por aquel beso candente que una mujer pelirroja plasmó en la boca de ella/él. Preferí ver la infraestructura del lugar, la cárcel estaba conformada por tres edificios. Edificacionesen los cuales las reclusas están distribuidas en una especie de jerarquización: las más peligrosas en el edificio más deteriorado, las medianamente   “difíciles” en la mitad, mientras que las “más buenas entre las malas al inicio. Ahí se encontraba Anita.
Una mujer pequeña, blanca y de cabellera extremadamente larga se me acercó. Un gran beso en la mejilla fue la entrada de la conservación más dulce y sincera que podría llegar a tener con una persona que apenas conocía. Inicio el recorrido, ella sujetaba mi brazo como esperando que alguna fuerza fantástica la adhiriera a mí y así poder ir conmigo a la calle. Recorrimos el lugar, conocí los mejores barrios de Quito en la cárcel: “EL BOSQUE”, “EL CONDADO, esos eran algunos de los nombres asignadosa los pabellones. Anita vivía en EL BOSQUE, tenía una habitación de 2x2  que compartía con una japonesa que estaba presa por “mula”.
El plato fuerte de la “visita fue el último edificio, el lugar es como un mundo distinto. En realidad ese es el fin, el meter a las mujeres más peligrosas en el mismo lugar tiene su intencionalidad. Tal vez pretenden que las demás no sean infectadas. Paredes sucias y deterioradas decoran el lugar, una mujer tuerta nos da la bienvenida: doña Meche “la de las  tortillas” nos previene, dice que es mejor no subir por qué a “las de arriba” no les gusta las visitas. Anita y yo preferimos quedarnos comiendo tortillas. Mientras ella encendía el cigarrillo numero mil de la tarde, yo me preguntaba si en verdad doña Meche resguardaba nuestra seguridad o si fue unaestrategia para vendernos su especialidad. Si fuera la segunda opción quien podría juzgarla.
Permanecí aproximadamente cuatro horas en el lugar, y salí con la misma sensación  con la que entre: intrigada. Escuchar la historia de Anita me estremeció, sorprendió, indigno. Conocer la cárcel me enseño  que ir una sola vez no sirve de mucho, el describir el lugar y las mujeres que viven ahí, no es suficiente para entender y sobre todo conocer lashistorias que ahí se esconden…
Anita con un hijo de 33 años, dos nietos, miles de deudas, una casa que está en juego, una adicción al cigarrillo y una terrible decepción con ella misma, es que hoy trabaja de profesora tratando así de saladar su cuenta con la sociedad, mientras que las de la frustración aún siguen pendientes.
Concluyo esto mientras cierran detrás de mí el portón negro…

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