top of page

Realizado por Ángel Zhunaula

Los primeros rayos del sol se abrían paso de forma silenciosa por entre las rendijas aún soñolientas de los edificios capitalinos.  Diego Velasco, nuestro profesor de Teoría de la Imagen, nos había citado al parque La Carolina, un lugar de masiva concurrencia que tiene Quito

Un viento aún helado recorría el ambiente desafiando al naciente sol de la mañana. Cuando llegué al lugar del encuentro, no todos habían llegado.  Tras un corto tiempo de espera por quienes todavía no estaban, empezamos el recorrido.  Poco habíamos caminado cuando nos ubicamos frente a un monolito, una de esas piedras alargadas con grabados en su parte superior e incrustada a la tierra cual acupuntura de sanación por el uso de lugares estratégicos de energía. 

  

Todos estuvimos atentos a las palabras del profesor.  Las curiosas miradas de los estudiantes escudriñaron en varias direcciones como esperando que algo nuevo ocurriera o que lo invisible se hiciera realidad.  “Es una pena que las autoridades no hagan nada por dar a conocer todo esto”, se murmuraba quedamente entre los excursionistas como si se temiera que algún oído oculto y malicioso registrara aquel lamento.

Pequeños montículos y figuras serpentinas de tierra salían al paso, cual cálida bienvenida al reencuentro ineludible con el pasado.

“Aquí estuvo la hacienda  de la señora María Augusta Urrutia”, decía Diego Velasco con voz en tono de protesta.  Estábamos en el corazón del parque La Carolina. En épocas anteriores esto debió haber sido un lugar fantástico, con una naturaleza exuberante, con aire puro… ahora en cambio un inmenso bosque de cemento rodea el ambiente y un aura gris envuelve con su manto sofocante.

El itinerario nos condujo hacia la cruz del Papa, un imponente símbolo de cristiandad alineado a la ruta de los monolitos.  “Todo está ubicado en perfecta armonía con lugares sagrados, la ruta de los monolitos nos permite entender a nuestros pueblos originarios con una gran riqueza cultural y científica que fue lastimosamente arrasada por los conquistadores”, afirmaba Diego Velasco ante el atento escuchar de sus estudiantes.

El tiempo, fugaz y efímero como la vida misma, se iba extinguiéndose lentamente.  Los minutos y segundos corrían tan a prisa.  Algunos comenzamos a inquietarnos.  De repente nos dimos cuenta que eran las nueve de la mañana.  La luminosidad del sol pintaba con su fulgor las laderas del Pichincha.   Largo era el sendero que aún quedaba por recorrer.  Aquello dejamos para otro día.  El tiempo había concluido.

 

Acupuntura al corazón de la tierra

bottom of page