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EL LENTO ATARDECER DE LA VIDA

Una mañana de sol cubría el cielo de Quito el pasado 6 de diciembre, fiesta de aniversario de la gran ciudad.  Ríos de gente inundaban el centro histórico de la capital ecuatoriana quizá en busca de un halago para sus ojos o tal vez para sus oídos.  Sus callecitas coloniales, silenciosas y tranquilas, se abrían paso para recibir a cientos de turistas, nacionales y extranjeros que pugnaban, momento a momento, para mirar, fotografiarse, filmar, o simplemente caminar por cada uno de esos rincones, únicos testigos que, tras burlar al acoso del tiempo,  llegaron hasta nuestros días. 
Las canciones populares levantaban sus notas cargadas de júbilo y nostalgia, carácter sublime de la música ecuatoriana, por todas las esquinas, los puestos de venta de discos piratas, tiendas y almacenes.  El ambiente era de festivo.  Todo era algarabía.  Hasta el cielo había extendido su manto azul para que sobre él brillara el sol en todo su esplendor.


A un extremo de la Plaza de San Francisco donde, según cuenta la leyenda, un valeroso indígena desafió a las fuerzas de Lucifer,  una cuadra hacia el sur, está la calle Rocafuerte, la misma que se extiende desde la Loma Grande hasta el Penal García Moreno.  En toda su extensión, esta calle está abarrotada de pequeños y grandes negocios, iglesias y conventos.  Todas sus construcciones son de tipo colonial, con anchas paredes y columnas, puertas gruesas de madera…  En una de esas casas centenarias, ubicada poco antes de llegar a la Imbabura, está un lugar de expendio de artículos musicales, donde la soledad del lugar se conjuga con aquellos melancólicos acordes que se escapan, cual trágicos suspiros, cual quejas sollozantes,  se confunden con el viento y se elevan hacia la inmensidad como reproche del ser que en sus entrañas solitario vive. 


Es un lugar donde el peligro asecha de manera constante y es pan de todos los días.  Al llegar, me detengo en el umbral de la puerta.  Una música tristona llena el ambiente.  En el interior de aquel lugar mis ojos logran captar la figura de un hombre de mirada triste, de rostro cansado y agobiado por el peso de los años.  De su cabeza se riega caprichosa una blanca cabellera desordenada bajo un sombrero maltratado y moribundo.  Le saludo:  ¿Buenos días don Héctor?.  Me mira con desconfianza, me desconoce.  Trato de recordarle sobre una reunión de amigos donde tuve la suerte de compartir  con él hace algunos años.   Con mirada perdida, como queriendo encontrar los registros de su memoria, luego de un esfuerzo, logra recordar el episodio citado.  ¡Ah!, ya recuerdo.  ¿Cómo ha pasado?, me dice.  Luego de contestarle que muy bien, le pregunto sobre su salud, sobre sus composiciones musicales, sobre las fiestas de Quito.


Ustedes están jóvenes, nos dice (estuve con mi esposa), en cambio yo, ya estoy de partida.  Tengo muchos dolores desde hace algún tiempo, sin embargo serán unos tres meses que la situación se me ha agravado.  Las fiestas… nada de fiestas, como le dije yo ya estoy de partida. 
Aquél, es uno de los grandes compositores de la música popular que tiene el Ecuador.  Sus obras, musicalizadas por él mismo, han sido grabadas por figuras como los Hermanos Miño Naranjo, Hermanos Villamar, etc.  Una de las glorias musicales que con sus versos ha contribuido al engrandecimiento de la cultura en el país, hoy se encontraba sumido en el dolor, entre la soledad y sus recuerdos.  Al verlo, hice un poco de memoria:  hace unos diez años escuché uno de sus obras maestras en la voz de una mujer, más o menos decía:  “ esta vida sólo es un dilema, por quererla tanto es mi problema, mientras más la quiero más me hiere, este es el mal pago por quererla”.  Ya en aquellos tiempos, me había dado cuenta, era ya un hombre solo, sin esposa, sin hijos, sin hermanos, sin nadie.

 
Antes de llegar, como por coincidencia, en las calles del Quito colonial, entre tantas melodías había escuchado en versión de orquesta:  “los domingos por la Ronda, Chimbacalle y la Alameda, con mi longa platicando, muy juntitos caminando, y la gente que murmura, ay que chola tan divina…”.  La genta disfrutaba, ajena al dolor de la soledad que consumía a su creador, quien  sentía  acercarse el final de su existencia. 
En sus ojos se vislumbraban el cansancio de quien había recorrido un largo camino, aquel sendero tortuoso de la vida. Durante un momento, mis ojos recorrieron curiosamente las paredes de aquel lugar.  Antiguos discos de acetato habían sido ubicados para la venta.  “Hay días que no se vende nada”, dice con voz entrecortada.  Un nudo en mi garganta impide algún comentario. 


Dos horas habían transcurrido y nadie intentó siquiera ingresar a este lugar.  Su lento caminar, su voz pausada y silenciosa, su mirada triste, delataban el atardecer de su existencia.  El lugar donde me encontraba, no era más que un anticipo de la helada tumba donde los recuerdos se esfuman y el olvido se adueña de la memoria de los vivos.  Quizá cuando la muerte cierre sus ojos para siempre y sus manos embarque al viaje sin retorno, muchos se acerquen y entonen melodías ante el cadáver yerto, sin ojos, sin oídos.   Ya todo será tarde.


Llegó el momento de despedirme.  Sus temblorosas manos se extendieron mientras de sus labios se escuchó un silencioso “gracias por haber venido”.  Es el ocaso de todo hombre, es el fin de una corta travesía llamada vida.

Realizado por Ángel Zhunaula

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