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Una aventura al paladar


Era las  18 horas cuando subí hacia un bus. Dentro íbamos como unas 70 personas, realmente apretadas. Me embarque por la puerta de atrás. Con plastilina el controlador desde la puerta delantera se escabulló entre las murallas que en esta ocasión tienen el nombre de cuerpos. ‘Pasajes’  me dijo le entre un medallón que tiene la cara del general Alfaro. Me entregó el vuelto y con la misma habilidad volvió hacia delante.


Con una voz chillona, me anunció el lugar al cual me dirigía. Bajé del trasporte cuando aún estaba en movimiento, por eso  casi mi cara se presenta con el piso. Un perro trataba de cruzar la calle, no miraba hacia ningún lado que no fuera su meta, una funda de basura.


Cruce de un extremo al otro. Faltaba media hora para las 19. Me senté sobre un muro mediano para esperar a un amigo con el cual nos encontramos un lustro de minutos después de las 7 de la noche. ‘Lo siento’ fue lo que llego a decir por el retraso.


Caminamos media cuadra, el olor se hacía intenso. Las voces anunciaban el menú: ‘venga caserito que si hay el moroochooo’. El frio no detenía a los comensales que se apoderaron de las veredas de un parquesito. Familias enteras disfrutaban de las delicias que esa noche las ‘seños’ nos vendían.


El aire tenía una confrontación de aromas, a queso, a gente, a vísceras, a perfumes, a café. Además el humo difuminaba el rostro de las personas que deglutían bocado a bocado un caldo de treinta y uno o un librillo.


‘Brother, dime qué quieres, en esta ocasión yo invito’ dijo mi amigo. Carmen anunciaba mi plato: ‘bello venga que si hay de la gruesa y la delgada’.  Me di la vuelta y en mi cara estaba una degustación gratuita, la tome, me lleve a la boca y como si fuera chicle lo mastique. Estaba algo quemada, pero eso no afecto el sabor tradicional.


Pedí un plato y en menos de lo que canta un gallo me pasaron la comida. Humeante, con un aroma único me anime a llevar mi primera cucharada a la boca. Un poco cansado con el plato en la mano convertí en a la vereda en una banca. Me encorve un poco y seguí con mi ritual alimenticio.
Mi amigo se compro un par de empanadas de viento y morocho donde la ‘seño’ Gloria. Delante de mí, el perro que hurgaba en la basura con ojos de cordero a medio morir no se movía de allí. Él sabía que yo sabía que iba a ceder. Le sobre unos cuantos pedazos de tripa mishqui o chinchulín, si queremos refinarlo.


Con sed, fui donde don Marcelo que ofrecía a los paladares afectados por las brasas del ají una agua de viejas. Pedí una horchata y por 30 centavos me dio un vaso que apagó la llama generada en mi boca. Mi amigo se compró una guatita aduciendo que las empanadas eran el aperitivo dentro del menú de la noche.


La gente seguía llegando. Henry hacía que los carros se estacionaran. ‘Jefe deje no mas aquí el carro no le pasara nada, con mis hijos le cuidamos esta belleza’.  Era como una orquesta donde el director era el hambre.


Terminamos de alimentarnos. Nos despedíamos de las tripas de la Floresta, sabiendo que íbamos a regresar. Eran las 20 horas y 15 minutos. La ciudad se ponía bohemia, una pequeña garúa anunciaba que la noche se ponía más fría.


Mientras regresaba a casa pensaba cómo en ese acto de abrir y cerrar la boca, pensaba en las ‘seños’ que por más de dos décadas siguen cocinando sus delicias y sobretodo pensaba en el perro que se llevó una parte de mi plato, de mi agachadito, a la boca y por el cual todavía tengo hambre.

 

Realizado por Mateo Garzón

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