Había asistido todos los años. Ese año no sería la excepción así que se preparó como siempre con su abrigo y su cámara, sobretodo las cómodas botas para bailar con los mimos, los payasos y los chicos de la comparsa. Salió de su casa y se dirigió a la avenida Amazonas, altas expectativas, quizás demasiadas. Poco antes de las siete bajó por la Colón, vio más policías que de costumbre pero siguió caminando al olor de los pinchos, los hotdogs y los canelazos en cada esquina.

Estaba casi por llegar y notó un desfile de todo, menos de luces y colores. Un mar de gente conformaba la gran muralla quiteña que impedía observar cualquier comparsa o baile que se estuviera presentando en la calle. Lo único que se veía pasar eran filas de personas mujeres y hombres, niños, jóvenes, adultos y ancianos, todos caminando de un lado a otro formando una especie de gusano mientras lo que pretendían era ganar un espacio o siquiera un pequeño agujero para admirar los artistas.



Empujones, gritos, peleas, habían a la orden del día, los comerciantes aprovechan el gentío y las incomodidades para vender bancos plásticos elevando su precio cuatro veces más. Sobre los kioscos había niños sentados que se sentían como en un palco.

Ni hablar de los carros alegóricos, apenas pudo observar manos de las “reinitas” agitándose en el aire con ese aire de delicadeza fingida. La procesión de desesperados era cada vez mayor. Se oía de izquierda y de derecha vociferar “no hay paso, regresen, no hay paso” y ella con su cámara en mano rendida decidió desistir de su insistencia en el desfile, regresaba y pudo observar el espectáculocumbre de la noche. Una veterana que codeaba a la gente que había a su lado para que su tesoro, su vida no se perdiera un solo momento de las comparsas de aquello tan lindo de nuestro Quito, de lo que la honorable alcaldía se esfuerza en preparar y organizar, por amor de Dios, su pequeño y bravucón perro chihuhua no se podía perder el desfile.