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EL PLACER DE SENTIRLO EN LA BOCA

Y van a la par, el hambre y el tiempo, en una liturgia perpetua: juegan, danzan, se reconstruyen en sí mismos.



El hombre lleva casi veinte minutos en la mesa, esperando algo, alguien.


La mesera se acerca, y él no tarda en señalar, con una voz que deja entrever un rasgo de angustia:


- Señorita, llevo casi veinte minutos esperando.


- Le pido disculpas señor, entenderá que la demando nos obliga a cumplir con los primeros pedidos.


- Yo le comprendo, pero son veinte minutos.


- Veré qué puedo hacer.


Por la estrecha rendija, que se abre y cierra, para permitir la salida de los platos cada cinco minutos, uno puede ver cómo desfilan, como si asistiéramos a un desfile marcial, donde el único objetivo se convierte llegar a la mesa.


El sonido de los aviones arribando al Mariscal Sucre, y sofocante calor del medio día dominguero, hacía más tenso el ambiente de la marisquería “Siete Mares”, que en plena Avenida de la Prensa se situaba.


En un descuido avizoró las manos de un hombre, cuya contextura era como la de un oso de anteojos, grande, fornido, unos bigotes que le hacía parecer campesino alemán, pero enseguida se descartó esa posible nacionalidad. Se trataba de un compatriota de nuestra Costa, en cuanto escuchamos su acento.


El tiempo transcurría en ese reloj, aquella maquinita que nos ata al quehacer de nuestras vidas, había colocado su manecilla intermedia en el centro superior, en tanto que la manecilla pequeña ya estaba en el número uno.


Afuera la gente se escurría por el calor, sus displicentes rostros convertían que el espacio se tornara denso, un cuadro aterrador. Adentro nos empezamos a refrigerar, como en una congeladora gigante, es que a ese se asemejan esos aparatos que para lo único que sirven es para

empeorar mi situación gripal.


Al hombre de la mesa nueve ya se le notaba el descontento hasta en los oídos rojos que parecían tomates, su rostro se compungía, que a momentos parecía tener ganas de gritar, pero se las aguantaba.


Mientras que el hombre enorme apresuraba sus movimientos, colocaba un elemento, quitaba algo sobrante, y volvía a ponerlo.
Cuando por fin, la silueta de la mesera reapareció cerca de la mesa nueve, el hombre iba cambiando su semblante, un intento de sonrisa.
El reloj marcaba ya la una con quince de la tarde, y los tropicales sonidos de la música anunciaban que asistíamos a un acto ceremonial de lo cotidiano.


El hombre y el plato, el hombre encarnando el hambre, el plato encarnando el tiempo.


Es que un wok de mariscos toma tiempo preparar.


Todas las miradas se centraron nada más que en el plato, ese elemento material que tenía la forma de un collado, compuesto de blancos, verdes, naranjas colores. Sobresalían las formas de los animalitos marinos.


Todos en el lugar contemplamos el encuentro de dos formas inmateriales, encarnadas en dos materialidades, que iban a dar lugar a la liturgia más antigua de todos los tiempos. La satisfacción de sentirlo en la boca

Realizado por Gabriel Ayala

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